Cuando un padre o madre de un niño con TDAH acude a terapia
- Clinica León
- 2 jun
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Actualizado: 4 jun

Cuando un padre o una madre de un niño con TDAH acude a terapia, a menudo lo hace cargando una profunda sensación de agotamiento, confusión y, en ocasiones, una desesperanza silenciosa. No se trata únicamente de afrontar retos técnicos como la organización, los estallidos emocionales o las dificultades para mantener la atención. Es un espacio cargado emocionalmente, tejido de dolor, amor, impotencia, responsabilidad y una preocupación constante. Desde ese lugar, la terapia ofrece herramientas al progenitor, pero no solo en forma de “técnicas”, sino como una invitación a comprender en profundidad qué ocurre bajo la superficie, tanto en su hijo como en él o ella misma.
Un niño con TDAH es, a menudo, un niño que experimenta el rechazo de forma regular: del profesor en clase, de los amigos en el parque, de los hermanos que no logran tolerar su comportamiento, e incluso, a veces, de sus propios padres —no por falta de amor, sino por desgaste. Los comentarios, las miradas preocupadas, el rechazo reiterado… todo eso se acumula. Con el tiempo, ese niño puede comenzar a verse a sí mismo a través de una lente negativa: “soy un problema”, “no estoy bien”, “no encajo”. Esto supone un riesgo real para su autoestima y su capacidad de desarrollar una identidad estable y saludable. Cuando el padre o la madre aprende a ver ese rechazo, a reconocer cuándo su hijo entra en modo defensivo o se retrae, y a responder de forma que le devuelva el sentido de valor propio, se inicia una transformación profunda. No se necesita una actitud perfecta, sino una presencia constante que se niegue a adoptar la narrativa negativa que el niño empieza a creerse sobre sí mismo.
¿Y el progenitor? No es menos importante. Con frecuencia, se olvida de sí mismo en la lucha diaria —entre la casa y el colegio, entre los consejos contradictorios, y entre el niño con tanta energía y los otros hijos que también necesitan atención. La terapia ofrece un espacio donde se invita al padre o la madre a mirarse con compasión: ¿qué le activa?, ¿qué le duele?, ¿cuándo siente que el suelo tiembla bajo sus pies? Es un lugar donde se permite sentir, no solo funcionar. Cuando empezamos a escuchar esas emociones —el enfado, el miedo, el amor que busca una vía para expresarse— se construye resiliencia emocional. Una resiliencia que permite seguir adelante incluso cuando el niño vuelve a estallar, cuando el profesor manda otro mensaje más, cuando los comentarios externos duelen.
Una de las herramientas más potentes que un progenitor adquiere en terapia es la capacidad de “traducir” el comportamiento de su hijo por lo que realmente es: una expresión de dificultad, no una falta de voluntad de colaborar. Por ejemplo, en lugar de reaccionar con un grito ante una explosión emocional, el padre o la madre aprende a identificar qué la precedió: una sensación de soledad, o la imposibilidad de gestionar una decepción. Poco a poco, surge un nuevo lenguaje entre padre e hijo —un lenguaje que no necesariamente se basa en palabras, sino en presencia, escucha y respuesta al verdadero motivo que hay detrás del comportamiento.
A la vez, también se ofrecen herramientas prácticas: cómo dar instrucciones claras, cómo dividir tareas grandes en partes pequeñas, cómo usar refuerzos positivos que se basen en el vínculo emocional y no solo en recompensas externas. Pero estas herramientas no actúan por sí solas. Forman parte de una relación. Solo son eficaces si existe una base emocional que sostiene al niño, recordándole que, incluso cuando no lo logra, sigue siendo deseado, sigue perteneciendo, y sigue siendo querido.
La terapia cumple también otra función: ayudar al progenitor a ver a cada hijo en la familia, no solo al que tiene dificultades. A observar cómo reaccionan los hermanos —a veces con celos, a veces con desconcierto— y a comprender qué se espera de ellos cuando ven, una y otra vez, que su hermano acapara la mayor parte de la atención familiar. También aquí empieza a crecer la sensibilidad: ¿qué vive cada niño?, ¿qué historia se está contando a sí mismo?
Y en la pareja, a veces la relación se reduce únicamente al funcionamiento diario: coordinaciones, indicaciones, logística. La terapia crea un espacio donde es posible volver a encontrarse como personas, hablar sin juicios, y recordar que, detrás del desgaste, hay dos personas que no querían solo sobrevivir, sino criar, amar y estar juntas.
Este proceso no es fácil y, a menudo, requiere tiempo, ensayo y error. Pero cuando un padre o madre empieza a mirar con otros ojos —a sí mismo, al hijo, al vínculo— algo fundamental comienza a cambiar. No se trata de una solución mágica, sino de un movimiento lento y preciso hacia una relación con más comprensión, más flexibilidad, y más espacio para respirar dentro de algo que, de por sí, no es sencillo.




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